Hay viajes donde nos volvemos cuatro, seis o diez horas más jóvenes
y en alguna que otra parada nos topamos con una juventud aún más íntima y
remota, en medio de senderos que han
mutado en avenidas, pero que no han logrado esconder la estela de nuestros
pasos. Nos sofoca el vaho tórrido de los parajes olvidados y el sudor del
tumulto se mezcla con el nuestro, tan pretérito, que es nuevo. Vemos gente sin entender cuando ha envejecido, si aquella
última vez era casi adolescente. Por momentos no sabemos si llegamos a otro
mundo y por otros, sentimos que nada ha cambiado, algunas costumbres tal vez, los ancianos se
han vuelto ludópatas, las polaridades se han acentuado hasta la desesperación,
y todo parece haberse desplazado hacia atrás.
El viento en aquellas costas sigue soplando fuerte, como
aquí. Y al pueblo también lo distraen con noticias sobre cónclaves de genocidas
y pederastas.