Desorden en la cocina, la
sala, el baño, dormitorios, no digo nada, no es mi casa. La humedad de la
ciudad, el aeropuerto, por suerte vuelvo a la isla. Cuando voy llegando, Gala llama para quejarse
porque el novio no bebe de su fuente, dice que cuando ella le pregunta si le da
asco, él dice que no, que todo está bien, pero no bebe. Sugiero que, si eso es
muy importante para ella, ponga la energía en otro sitio, está tensa por las
ganas acumuladas, mientras hablamos, repaso la estantería de la entrada que en
una semana ha acumulado polvo, mi mano golpea a la diosa griega que cae
estallando en pedazos, amaba a esa estatuilla. Junto los trozos y miro el
correo en el móvil (nunca lo hago), el administrador de mi edificio, portador
siempre de buenas noticias, me informa que han entrado a robar en mi refugio
apocalíptico. Le digo hasta luego a la diosa abundante y tapo el cubo. Ely me
llama para tomar un té en la cantina del puerto, tengo media hora, bajo, me
cuenta que su niña de 12 años la insulta y rompe cosas cada vez que la
despierta para ir al colegio, que cada día llega una hora tarde y ya han
llamado de la dirección para recordarle que es un delito no enviar a los hijos
al colegio. El móvil otra vez, alguien para pedir una cita, le duele el pecho,
ha perdido el deseo y le aterra quedarse a solas con su compañero, llora al
pensar en el sexo. Quedamos para mañana, hoy está todo cogido, sigo
escuchándola durante un rato, después de haber prestado la oreja a mis amigas
durante horas, qué más da. Entro en la ducha mientras me cepillo los
dientes, pongo la maleta bajo la cama y tiro la ropa a la lavadora.
Mis pacientes me dan
plantón, la agenda del día ha quedado en blanco. Me consuela pensar que mis
problemas sólo son económicos. Un grueso libro cae sobre mi pie al desocupar la
mochila, queda hinchado y duele. Hielo.
Tenía en mente escribir una
poesía.