Me desperté con la idea de escribir hasta terminar el
cuento, un relato de terror sobre algo que sucedió en mi adolescencia, tenía en mente enviarlo hoy mismo. Disfrutaba de
antemano el momento de sentarme a escribir. Empecé por poner orden en mi
entorno, necesito sentarme a trabajar en un ambiente armonioso y había bastante caos. Comencé con la sala, luego la cocina, después
el baño y los cristales, mientras he hecho la colada. También he barrido las
hojas de la entrada y organicé mi escritorio. Al final me ha llevado todo el
día recoger la casa y acabé casi a las once de la noche. No importa, es la
hora propicia para la creatividad, la
hora de la noche y de la mente, ambas
tienen en común el misterio. Misteriosa mente. Me instalo
en la sala que huele a canela, todo quedó impecable, puedo empezar a ordenar mis recuerdos. Además, he recuperado varias secuencias de aquellos días
gracias a las respuestas que enviaron mis amigas (también de entonces), a un
pequeño cuestionario que les envié por whatsapp.
De
pronto escucho que alguien forcejea intentando abrir la puerta de la casa. Así, a la
hora de la quietud y de las musas, luego
de una irritante pugna con la llave, entra Charles, mi compañero de piso,
completamente borracho, con un ojo amoratado y una bolsa llena de medicamentos colgando del cinturón.
Le acompaña un amigo en las mismas condiciones, que carga una maleta, lo cual
es como llevar un cartel con la leyenda hola,
dormiré en vuestro sofá. Respiro, trato de serenarme mientras veo y siento
como el humo del puro de Charles va impregnándolo todo, también la ropa recién
tendida, se ha puesto a fumar en la puerta
que da al lavadero.
El amigo balbucea algunos intentos de frases
incomprensibles, se despatarra en el sofá del cual yo acabo de levantarme y
comienza a roncar estereofónicamente. Charles fuma impertérrito un cigarro tras
otro al lado de mi ropa, de pie como una estaca y con el gesto de mirar hacia
la lejanía, creo que en realidad, no se mueve porque si lo hace, se desplomaría.
Corro a cepillarme los dientes, desconecto el ordenador, reúno los libros, una
botella de agua y me encierro en mi habitación. Coloco bajo la puerta un
alfombrín enrollado para que el humo del puro no siga colándose. Para los
ronquidos y la tos del amigo no encuentro
atenuantes.
No hace falta escribir, para qué inventar nada. No
podría superar esto.
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