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17 feb 2012

gourmet

Hay algo en la consistencia caldosa que no acaba de gustarle, sin embargo el sabor está bien. La deja en reposo y se acerca a la ventana, la huerta brilla bajo la lluvia. Sale a cortar unas hojas de albahaca para la ensalada arrastrando consigo el calor fragante de la salsa.


Mientras lava las hojas se acuerda de Laura, de su pasión por las hierbas aromáticas. En sus días claros podía pasar tardes enteras con las manos embarradas, rodeada de plantines, oliendo a romero y salvia, quitando y poniendo de la jardinera a la tierra. Él entonces la miraba, desde esta misma cocina donde preparaba sus platos favoritos y buscaba mil formas de complacerla a través de la comida. Ella sonreía y se iba animando mientras ponía la mesa, cerraba los ojos y no los abría hasta que él hubiera dejado el plato listo frente a ella. De algún modo se amaron en el confuso tiempo compartido.


Él se fue dejando llevar, como aquella primera vez en la despensa cuando en los fogones se cocían las frutas con el azúcar y la piel caliente de aquella pastelera lo atrapó contagiándole su urgencia. Laura apareció de la nada una noche en que él preparaba empanadillas y se fue quedando. La primera vez había comido demasiado y arreciaba la tormenta, las noches siguientes fueron apareciendo otras historias que, al mejor estilo Sheherezade no permitían que él la quitara de su vida.


Cesare había nacido en Roma de forma circunstancial, su padre, un jerarca del gobierno militar, había sido enviado desde tierra sudamericana en misión especial por un año. Creció en una familia de la alta burguesía en un período en que el país despertaba con inquietud furiosa a las diferencias sociales. Era muy pequeño cuando decidió que el mundo no era un lugar soportable, comenzó a hamacarse durante horas, se encerró con su abuela y Alfonsa, la cocinera, en los braseros de la mansión familiar y aprendió la alquimia de los alimentos. Ese niño autista se convirtió con los años en chef y anfitrión de lujo, entregó su vida al arte culinario y a los amigos.


Los meses con Laura tuvieron un ritmo sincopado hasta que el silencio de ella se impuso como un alarido. Su casa fue tomada por Laura y su mutismo. Laura y la oscuridad. Un día no recogió los platos después de la cena, al siguiente no salió de casa, al tercero dejó de comer. Él conocía las voces del silencio, las recibió con indiferencia, continuó con la rutina de menús sabrosos, amigos a cenar, charlas frívolas. Ella se instaló en la sombra y él intentó atar cabos en la gruesa neblina que era el pasado de Laura, especuló con una infancia miserable, una enfermedad congénita; cargó con su locura hasta que no pudo seguir haciéndolo. Buscó entre los pocos conocidos comunes a alguien que pudiera darle datos, hasta conseguir el número telefónico de los padres allá en la otra orilla; no les dio opciones, les dijo lo que había, fue a la bohardilla donde ella había vivido antes de conocerle, amontonó lo que encontró en una maleta y la embarcó después de un cuerpo a cuerpo salvaje en el cual ella se cogía de los marcos de las puertas que iban atravesando, negándose a partir. Respiró aliviado al salir del aeropuerto, abandonaba un laberinto en el que se había perdido sin haber tenido nunca la intención de explorar. Fue algo difícil y continuó siéndolo con la noticia del suicidio de Laura. No llegó a sentirse mezquino, comenzó a cargar con su ausencia. El sitio vacío en el rincón de la sala estaba ahora más lleno que entonces, Laura pintando con huevo las empanadillas, rallando queso para la pasta, haciendo ramilletes con las flores robadas en los jardines vecinos.


Ha parado de llover. Definitivamente algo le falta a la salsa. Arroja a la basura el contenido de la olla y comienza a picar cebollas.









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