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31 jul 2010

Fragmento

...Era soberbio lamerte sin asco ni pudores
nada quedaba para otros días
ni el semen olvidado de otros hombres
ni el juego de tus niños
ni los rincones más oscuros de tu cuerpo.
Era sacrílego
bastardo
transgresor.
Era el deseo circulando sin barreras.
Brindo por entonces
y porque no estés gorda ni achacosa. (Pablo B.)

29 jul 2010

del otro lado

He viajado mucho y de muchas maneras. De mis viajes por tierra guardo recuerdos neblinosos, días y noches en autocares y trenes, que se desdibujan como aquellos sueños que cuando están frescos se reproducen con detalle y luego se esfuman. Sin embargo en una ocasión, tropecé en un mismo día con dos personas que, hasta hoy, siguen acompañándome. Había cogido un autobús urbano que me llevaría a una terminal de autocares tan alejada del centro, que ni los habitantes del lugar parecían conocer. Ámsterdam me cautivaba, había algo mágico en sus calles, en sus aceras, limpias y coloridas, en ese andar plácido del bus por un suburbio sin polución. Ni siquiera la pena de tener que dejarlo, empañaba el buen humor que el sitio me inspiraba. En una de las paradas había tres personas esperando en perfecta fila para subir, uno de ellos pareció dudar, hizo un gesto raro, como si de pronto hubiera optado por quedarse en la acera. Llevaba una gabardina negra y una carpeta en la mano, le miré y nos sonreímos, estaba tan convencida de que ese chico era Patricio, como de la imposibilidad de que así fuera. Patricio fue un amigo de la adolescencia, allá en el sur del mundo, con quien hemos sorteado varias tempestades, en medio de una de ellas, perdimos contacto. Pero cuando eso sucedió, teníamos dieciocho años, y ya habían pasado más de veinte. Este hombre que subió y se sentó a mi lado como si realmente nos conociéramos, no pasaba de los veintitantos. Me habló en holandés y enseguida pasamos al inglés, abrió la carpeta, me mostró unos dibujos geométricos que parecían las partes de alguna maquinaria y me preguntó si me gustaban, “nice” balbuceé, por decir algo. Seguimos sonriéndonos, cuando respondí a su pregunta sobre mi lugar de origen, me contó que sus padres también eran de Chile, lo miré sorprendida, él no hablaba español, me aclaró que no se trataba de sus padres biológicos, sino de los espirituales, eran, según dijo, de una ciudad subterránea y esférica habitada por seres del espacio, que trabajaban para el despertar de la humanidad y la unión intergaláctica, él mismo estaba preparándose para visitarla. Le dije que había oído hablar de ella y se alegró. Continuó pasando lentamente las páginas, con sus manos grandes y conocidas, mientras me hablaba del sistema de espejos de la ciudad en cuestión, yo no entendía lo que ahí había escrito, parecía más bien un manual de uso de algún artefacto, no veía que pudiera estar relacionado con una civilización cósmica. Cuando llegó al índice, cerró la carpeta, me besó en la frente y bajó, dejando el autobús sumido en efluvios de sándalo y jengibre. Los aromas de Patricio. Quedé saboreando la frescura de aquél rato con ese personaje atractivo y peculiar, sumida en la nostalgia, mientras el autobús atravesaba canales y parques donde los jóvenes tendidos sobre la hierba festejaban el comienzo del verano. En sólo diez minutos había recuperado a mi amigo y su sonrisa única; había viajado a otros mundos, el de una ciudad esférica custodiada por magos esenios, el de la adolescencia perdida, los encuentros fortuitos. Mi halo de bienestar, el seguir inmersa en la atmósfera comprimida del encuentro, debieron notarse, porque al llegar a la estación sentí varias miradas puestas en mí. Subí al autocar complacida, el perfume, la mezcla de especia y madera, era tan intenso que anuló por completo el ambientador del vehículo. Me ubiqué en la ventana, detrás mío llegó mi vecina de asiento. Inhaló y me miró con simpatía, la saludé y volví la cabeza, de momento, prefería la ensoñación. Viajamos escoltadas por jardines multicolores y ciudades plagadas de bicicletas durante un tiempo, en el cual podía sentir la respiración suave de la mujer y su ansiedad por hablarme. Cuando el silencio quemaba, me ofreció un caramelo y preguntó: -Perdona, ¿qué perfume llevas? -Creo que es una mezcla de sándalo y jengibre, con un toque cítrico. -Hija, cuánto se agradece este regalo, es lo primero que he pedido al despertar. -¿Que lo has pedido? -Sí, ese es mi oficio. Quise que me explicara de qué hablaba y en principio, fue bastante escueta. Contó, que toda su vida supo que aquello que pedimos con pericia, llegará para el momento exacto en que lo solicitemos, sólo hay que saber cómo hacerlo. Ella lo sabía. Como aquellos artistas que se levantan antes del amanecer para pintar o esculpir, ella abandonaba la cama cada madrugada a las cuatro para encender una vela y sentarse a pedir. -¿Y que pides? -Todo lo que necesito, desde salud y claridad mental hasta una estufa nueva o una buena compañía en el autocar. El tiempo se alteró cuando la mujer pedigüeña decidió revelarme sus fórmulas para conseguir todo lo que se propusiera. Cayó la noche sobre el amarillo hipnótico de los campos franceses y nos quedamos dormidas. Al llegar a tierra española éramos viejas conocidas, le conté que pronto volvería a Chile, mi año sabático acababa. -Si me dejas tus datos, te llamaré cuando visite a mis padres. -¿Tus padres viven en Chile? -Los espirituales- Por primera vez la miré con hondura. Reconocí el gesto.

26 jul 2010

historieta de amigos

Dani y Andrea eran amantes, ella estaba loca por él y él iba y venía, dándole a esa relación la categoría de deporte. Un día Dani fue a ver a una pitonisa, que entre otras cosas, le vaticinó que en un viaje conocería a una extranjera rubia y se casaría con ella. Se lo contó a Andrea entre risas y tiempo después en un viaje a Brasil conoció a una rubia de la que se enamoró de forma inmediata y en un par de meses, se casaron. Andrea no fue invitada a la boda, pero unos días antes de la ceremonia, le llevó a Dani un regalo, con una hermosa tarjeta donde ponía:
Si este es el gran amor
Que predijo tu vidente
Puedo dejar que mi culo
Se caiga tranquilamente.

21 jul 2010

woman

Harta de los miedos
de la píldora, el condón
de las infecciones
que han enterrado la libido
de las emociones asépticas
de que la sangre no baje
de que decida transformarse en corazón
piernas, brazos, balbuceos
de que las mamas se hinchen
de la leche derramada
de las imbéciles que siguen pariendo
y hacen de las barrigas
el centro de su mundillo miope
de la explosión demográfica
de tanto narcisismo turbio
del planeta que reclama
para que todos sigamos de largo
como si viviéramos en el de al lado.

18 jul 2010

siestas

Mi favorita es la siesta feliz, inducida por el gazpacho o el sexo, ni corta, ni larga, justa, una horita de sueño llano.
Otra, la de la playa, donde me tumbo bajo la sombrilla con el cuerpo mojado, y el sonido del mar, más el calor del aire y la arena, me van adormeciendo.
O la de invierno en el sofá, con una mantita ligera sobre los pies y el libro abierto sobre el pecho.
La indeseable es aquella en la que caigo por abatimiento.Tumbada por el agobio, entro en un sueño profundo y largo, una especie de muerte, desde donde me cuesta volver y cuando lo hago, siento a la muerte aún pegada en la garganta.

8 jul 2010

pan de maíz

Tenía cuarenta años y el corazón roto. Hueca de tanto llorar, sin trabajo, ni ganas de emprender plan alguno. Una palabra había sido el detonante de mi desdicha, viajar. Un deseo expresado en un impulso fue lo que aniquiló una relación casi perfecta. Sólo dije que me gustaría pasar unos meses viajando para esquivar el invierno. Al día siguiente él me anunció que no pensaba llevar mis maletas al aeropuerto, mi espíritu era nómada, en cambio él quería un proyecto que incluyera hijos, yo no estaba en él y adiós.
Esa ruptura produjo en mí un cataclismo que me arrastró hasta la indignidad. Hoy, anestesiada por el tiempo transcurrido, recuerdo aquellos días con vergüenza. En la cresta de la madurez, llorando por amor. Ridícula.
Viajar (otra vez la palabra) fue, finalmente, lo único próximo a un flaco consuelo. Desplegué un mapa de Brasil (si hay que sufrir, mejor hacerlo en el paraíso) y el primer punto donde se posó mi vista fue Ilhabela, la isla más grande del país.
Subí al avión raptada por la tristeza. Al llegar me envolvió el halo húmedo del trópico. Escogí un hostalito humilde cerca del puerto y acordé con la dueña un mes de alquiler. El cuarto no podía ser más básico. No me importaba nada, arrojé la mochila sobre la cama y salí a buscar el mar. La playa, tan desolada como yo, era el marco adecuado para mi pena. Las lágrimas fluían a borbotones.
Los días siguientes a mi llegada anduve aquí y allá, descubriendo el lugar, tratando de acoplarme a su ritmo, mientras cargaba con su ausencia y mi patetismo. Encontré un mercadito para la compra diaria, una especie de estanco para la prensa y una panadería con un escaparate colmado de tartas y pasteles. Entré a buscar algo que aliviara el vacío afectivo. Un hombre desdentado y sonriente me ofreció un surtido de panes y tortitas, que sedujeron mi vista, ya que el olfato estaba bloqueado por los sollozos. Compré unos cuantos panecillos y bollos.


Caminaba varios kilómetros al día explorando y resistiendo. Llevaba una dieta frugal, no más que alguna ensalada, frutas y agua de coco. Entre comidas, me premiaba con los panecillos de maíz, que resultaron sublimes. Los devoraba en las horas quietas de la siesta mientras andaba las calles arenosas y en los atardeceres junto a la charca, escuchando el concierto de las ranas. La visita diaria a la panadería se volvió de rigor, allí me esperaba Joao con su sonrisa desdentada y su sabiduría atávica. Una mañana, en medio de las tortas de azúcar y miel, me soltó que a su entender yo era de ese lugar y ahí tenía que quedarme. Palabras de insondable efecto. Me estaba invitando a ser parte de su pueblo, a mí, a la que el amante había arrojado de su vida por no tener raíces. Una vez más me invadió el llanto mientras él con orgullo sacaba detrás del mostrador mis preferidos, que mantenía ocultos a los demás clientes, los panecillos tibios, coronados con un puñado de nueces.
Poco a poco las hormonas iban reacomodándose, la palidez de la angustia desaparecía y dejaba paso a una piel dorada por el sol, la miel y el maíz. El dolor se fundía con la glucosa de la fécula amarilla. El mundo no podía ser tan terrible mientras esa delicia cosquilleara mi lengua.
Sabía que la harina no me aportaba demasiada nutrición. ¿Pero qué me había aportado esa historia de amor? Mi autoestima no podría estar más escuálida. Había vivido una relación dependiente y ahora la cambiaba por una adicción más grata.
Una mañana me atreví a salir a correr por la costa, recuperaba un hábito. Joao me presentó a su hermano menor, quien daba clases de surf, como siempre quise practicarlo aproveché la ocasión. Después de unas cuantas caídas, pude mantener el equilibrio por medio minuto. Puse toda mi atención en ello y triunfé con más de una ola.
Pasaron los meses. Me reconcilié con los aromas; el olor a ajo frito que impregnaba al mediodía el recibidor del hostal, la mezcla de hierbas y flores salvajes al caminar por la jungla, los mangos y ananás del puesto de frutas, las algas que dejaba la marea. Hasta me pasó por la cabeza que podría remendar el anhelo junto a algún mulato de labios traviesos, de esos que canturreaban bossa nova al verme pasar camino de la playa. Pero aún me sentía capaz de volver a tropezar. No lo intenté.
Otra mañana, me desperté sin echarle de menos. Mirando el asunto con distancia, le agradecía su cruel sinceridad y le daba la razón, mi vida era un deambular constante por lugares y sabores y él quería otra cosa. Faltaban tantos sitios por ver, fragancias por descubrir, olas por remontar. Eso era lo mío.
Llegó el día en que decidí regresar a casa, el despojo que había salido de ella volvía transformado en una mazorca rubia y delgada. Ya podía (sin rencores) enviarle una tarjeta de felicitaciones a mi verdugo o una caja de puros en caso de que hubiese consumado la paternidad. Me complacía no haber sido la socia para agregar más peso a este planeta sufriente. Además los niños pronto se transforman en adultos y dejan de ser encantadores.
Con estas reflexiones llegué al aeropuerto y facturé el escaso equipaje. Mientras embarcaba y buscaba mi butaca, pedía en voz baja que no me tocara un vecino de asiento demasiado grueso, ni una familia ruidosa cerca.
Al sentarme tomé conciencia de mis músculos tonificados, mi pelo brillante, la mente y el cuerpo ensamblados. Estaba radiante. Y lo estuve aún más, cuando apareció el hombre más guapo de la Tierra, se paró sonriendo en mi fila, guardó su equipaje y se sentó a mi lado, ahí mismito. Más de un metro ochenta de generosidad estética. Intercambiamos un hola agradecido, no estaba mal la compañía para un vuelo de trece horas. Él se acomodó, instalando consigo una mixtura aromática de chocolate y canela. Respiré profundo y pasé un dedo por mis comisuras por si algún hilo de baba se me hubiera escapado. Antes de despegar me iluminó con sus ojos enormes y me convidó con un pequeño rectángulo envuelto en celofán que yo acepté ofreciéndole a mi vez un especial de Joao y una sonrisa.
Con la turbación ni siquiera miré qué era lo que me estaba llevando a la boca, aunque con mi experiencia en mimetismo, debí adivinarlo. Un bombón, y con sorpresa.

6 jul 2010

por mar

Una canoa se desliza hacia la bruma
aquel bote regresa con las redes vacías
una piragua traza una recta plateada
el cayuco hace crujir los guijarros
al acercarse a la costa
el chico espera sobre la arena
como hace una década lo hacía
otro como él sobre una roca
con los rizos envueltos
en geografías caprichosas
aguas hipnóticas bajo las llamas de la tarde.

utópica

Sueño con un mundo minúsculo, donde no quepa nada más que la vida cotidiana de unos pocos, compuesto de un solo pueblo, con el parque y la p...