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8 jul 2010

pan de maíz

Tenía cuarenta años y el corazón roto. Hueca de tanto llorar, sin trabajo, ni ganas de emprender plan alguno. Una palabra había sido el detonante de mi desdicha, viajar. Un deseo expresado en un impulso fue lo que aniquiló una relación casi perfecta. Sólo dije que me gustaría pasar unos meses viajando para esquivar el invierno. Al día siguiente él me anunció que no pensaba llevar mis maletas al aeropuerto, mi espíritu era nómada, en cambio él quería un proyecto que incluyera hijos, yo no estaba en él y adiós.
Esa ruptura produjo en mí un cataclismo que me arrastró hasta la indignidad. Hoy, anestesiada por el tiempo transcurrido, recuerdo aquellos días con vergüenza. En la cresta de la madurez, llorando por amor. Ridícula.
Viajar (otra vez la palabra) fue, finalmente, lo único próximo a un flaco consuelo. Desplegué un mapa de Brasil (si hay que sufrir, mejor hacerlo en el paraíso) y el primer punto donde se posó mi vista fue Ilhabela, la isla más grande del país.
Subí al avión raptada por la tristeza. Al llegar me envolvió el halo húmedo del trópico. Escogí un hostalito humilde cerca del puerto y acordé con la dueña un mes de alquiler. El cuarto no podía ser más básico. No me importaba nada, arrojé la mochila sobre la cama y salí a buscar el mar. La playa, tan desolada como yo, era el marco adecuado para mi pena. Las lágrimas fluían a borbotones.
Los días siguientes a mi llegada anduve aquí y allá, descubriendo el lugar, tratando de acoplarme a su ritmo, mientras cargaba con su ausencia y mi patetismo. Encontré un mercadito para la compra diaria, una especie de estanco para la prensa y una panadería con un escaparate colmado de tartas y pasteles. Entré a buscar algo que aliviara el vacío afectivo. Un hombre desdentado y sonriente me ofreció un surtido de panes y tortitas, que sedujeron mi vista, ya que el olfato estaba bloqueado por los sollozos. Compré unos cuantos panecillos y bollos.


Caminaba varios kilómetros al día explorando y resistiendo. Llevaba una dieta frugal, no más que alguna ensalada, frutas y agua de coco. Entre comidas, me premiaba con los panecillos de maíz, que resultaron sublimes. Los devoraba en las horas quietas de la siesta mientras andaba las calles arenosas y en los atardeceres junto a la charca, escuchando el concierto de las ranas. La visita diaria a la panadería se volvió de rigor, allí me esperaba Joao con su sonrisa desdentada y su sabiduría atávica. Una mañana, en medio de las tortas de azúcar y miel, me soltó que a su entender yo era de ese lugar y ahí tenía que quedarme. Palabras de insondable efecto. Me estaba invitando a ser parte de su pueblo, a mí, a la que el amante había arrojado de su vida por no tener raíces. Una vez más me invadió el llanto mientras él con orgullo sacaba detrás del mostrador mis preferidos, que mantenía ocultos a los demás clientes, los panecillos tibios, coronados con un puñado de nueces.
Poco a poco las hormonas iban reacomodándose, la palidez de la angustia desaparecía y dejaba paso a una piel dorada por el sol, la miel y el maíz. El dolor se fundía con la glucosa de la fécula amarilla. El mundo no podía ser tan terrible mientras esa delicia cosquilleara mi lengua.
Sabía que la harina no me aportaba demasiada nutrición. ¿Pero qué me había aportado esa historia de amor? Mi autoestima no podría estar más escuálida. Había vivido una relación dependiente y ahora la cambiaba por una adicción más grata.
Una mañana me atreví a salir a correr por la costa, recuperaba un hábito. Joao me presentó a su hermano menor, quien daba clases de surf, como siempre quise practicarlo aproveché la ocasión. Después de unas cuantas caídas, pude mantener el equilibrio por medio minuto. Puse toda mi atención en ello y triunfé con más de una ola.
Pasaron los meses. Me reconcilié con los aromas; el olor a ajo frito que impregnaba al mediodía el recibidor del hostal, la mezcla de hierbas y flores salvajes al caminar por la jungla, los mangos y ananás del puesto de frutas, las algas que dejaba la marea. Hasta me pasó por la cabeza que podría remendar el anhelo junto a algún mulato de labios traviesos, de esos que canturreaban bossa nova al verme pasar camino de la playa. Pero aún me sentía capaz de volver a tropezar. No lo intenté.
Otra mañana, me desperté sin echarle de menos. Mirando el asunto con distancia, le agradecía su cruel sinceridad y le daba la razón, mi vida era un deambular constante por lugares y sabores y él quería otra cosa. Faltaban tantos sitios por ver, fragancias por descubrir, olas por remontar. Eso era lo mío.
Llegó el día en que decidí regresar a casa, el despojo que había salido de ella volvía transformado en una mazorca rubia y delgada. Ya podía (sin rencores) enviarle una tarjeta de felicitaciones a mi verdugo o una caja de puros en caso de que hubiese consumado la paternidad. Me complacía no haber sido la socia para agregar más peso a este planeta sufriente. Además los niños pronto se transforman en adultos y dejan de ser encantadores.
Con estas reflexiones llegué al aeropuerto y facturé el escaso equipaje. Mientras embarcaba y buscaba mi butaca, pedía en voz baja que no me tocara un vecino de asiento demasiado grueso, ni una familia ruidosa cerca.
Al sentarme tomé conciencia de mis músculos tonificados, mi pelo brillante, la mente y el cuerpo ensamblados. Estaba radiante. Y lo estuve aún más, cuando apareció el hombre más guapo de la Tierra, se paró sonriendo en mi fila, guardó su equipaje y se sentó a mi lado, ahí mismito. Más de un metro ochenta de generosidad estética. Intercambiamos un hola agradecido, no estaba mal la compañía para un vuelo de trece horas. Él se acomodó, instalando consigo una mixtura aromática de chocolate y canela. Respiré profundo y pasé un dedo por mis comisuras por si algún hilo de baba se me hubiera escapado. Antes de despegar me iluminó con sus ojos enormes y me convidó con un pequeño rectángulo envuelto en celofán que yo acepté ofreciéndole a mi vez un especial de Joao y una sonrisa.
Con la turbación ni siquiera miré qué era lo que me estaba llevando a la boca, aunque con mi experiencia en mimetismo, debí adivinarlo. Un bombón, y con sorpresa.

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