Me llamo Aurora, soy la señorita Aurora Malins, dijo dándonos la espalda y apuntando en la pizarra su nombre con letras grandes y redondeadas. Al principio todas la tomamos a risa por su extravagancia, la sombra de ojos verde chillón o turquesa, los colores de su pelo, el rojo estridente de los labios. Ni siquiera las empollonas atendían en su clase, justamente estas con sus ideas preconcebidas menos que nadie. Pero a medida que la profesora iba hablando, el aula se transformaba en escenario y podíamos ver desfilar guerreros, reyes y princesas, olíamos la sangre en los campos de batalla, percibíamos el ácido aroma de la traición y la fragancia de azahares y gardenias en los jardines palaciegos.
Cuando alguna de nosotras que no había estudiado para la clase,
intentaba distraerla hablándole de un tema de actualidad para lograr que se
olvide de las lecciones pendientes, ella le seguía la corriente durante un
rato, pero sea cual fuera el tema, volvía a enlazarlo con la historia, porque
esa era su pasión, la historia de las vidas humanas. Nadie como ella describía
el fuego de Juana por Felipe, ni de Napoleón por Josefina. Impregnaba las clases
de magia y erotismo, cosa para nada habitual en la plantilla de profesores, que
en la década del setenta, no destacaban por su desenfado. Hasta la alumna más
apática, caía seducida por sus artes de narradora. Con mis trece años, podía
adivinar en ella una mujer feliz, mi admiración iba creciendo a medida que la
conocía, auténtica y satisfecha consigo misma, siempre rozagante y coqueta
dentro de sus estrafalarios maquillajes y atuendos. Tenía una forma de pararse,
caminar y hablarnos que nos incitaba a desafiar al mundo y eso molaba. Y sobre
todo, estaba orgullosa de ser soltera.
A medida que avanzaba el tiempo, las clases aumentaban las dosis de
pasiones desenfrenadas y amoríos fogosos ya que la historia estaba plagada de
ellos. A la señorita Malins la disfrutamos en la asignatura durante todo el
ciclo del instituto.
Habían
pasado tres años al abrigo de sus clases, cuando una tarde sucedió algo que me
dejó perpleja. Mi madre me había enviado a acompañar a la prima Lily que venía
desde el campo a conocer la ciudad y entre muchas otras horteradas, le
apetecía ir a tomar el té a la confitería Richmond. Después de andar horas
parándonos ante los escaparates más espantosos del centro sin comprar nada,
llegamos a nuestro destino, famélicas. Vi a la señorita Malins nomás
sentarnos, sonreía frente a un señor muy guapo que parecía bastante más
joven que ella, que estaba radiante y lo miraba con sensualidad, se habían
sentado en una mesita para dos contra una columna. Yo había tenido suficiente
prima por ese día, la dejé sumergirse en la carta de pasteles e infusiones y me
concentré en la profesora, intentando adivinar de qué hablaba, el
acompañante la escuchaba con una sonrisa de melancolía. Cuando ella acabó, él
le cogió las manos y comenzó a hablar también, la falta de expresión del hombre
contrastaba con la grandilocuencia de ella que a medida que lo escuchaba, la
sonrisa se iba borrando de su cara hasta transformarse en una expresión de
vacío. Cuando él terminó, los dos
siguieron callados, de los ojos inmensos de Aurora, incrustados en la boca del
hombre, comenzaron a aflorar lágrimas silenciosas. No había ruidos, ni
discusiones en voz alta, sin embargo el histrionismo de la situación absorbió
la atención de todos los que disfrutaban de una tarde a la inglesa. La
profesora tenía el rostro descompuesto por el dolor, las lágrimas fluían sin
pausa, al principio intentó enjugar alguna, luego su inercia dejaba que cayeran
dentro de la taza, sobre el platillo, coloreando el mantel y las masas con
tonos carmines y verdes, la gente se giraba para mirarlos, algunos con descaro,
otros con disimulo y en muchos de ellos noté auténtica angustia, la misma que
yo sentía al verla, tan vulnerable y menguante. El desengaño flotaba en la
confitería y hasta los camareros parecían llorosos. En medio de la conmoción,
el amante mirándola con tristeza, se levantó como para marcharse, pero ella se
arrojó a sus pies y en una especie de dolorosa pirueta que duró unas milésimas
de segundo, se abrazó a sus rodillas para impedir que se marchara. Yo no pude
más y salí a la calle, corrí, di cientos de vueltas, preguntándome aturdida
cómo esa mujer estoica a quien tanto admiraba, había perdido su dignidad de esa
manera ¿por qué, en lugar de humillarse, no le había arrojado el té a la cara,
dejándolo húmedo y candente? A la vez la comprendía, había visto el amor
reflejado en su cuerpo y pude sentir en mi piel su desgarro, además, conociendo
a la señorita Malins, entendí que ella sólo podía amar así como se maquillaba,
locamente. Sin darme cuenta en medio de esa confusión emocional, llegué
corriendo a casa, donde tuve que aguantar los gritos de mi madre por haberme
olvidado a Lily en la casa de té, que sollozando llamó desde una cabina para
que alguien fuera a recogerla porque no sabía cómo regresar.
Ya sé que al volver al instituto, sabiendo lo que sabía, estaba yo dispuesta a buscar donde no hubiera, pero en realidad, desde aquel oscuro sábado, la boca de Aurora adquirió un rictus de locura, sus labios ya no tenían carmín y en su mirada había un brillo de patetismo. La historia a partir de entonces, se tiñó aún más, de tragedia y amargura.
Un bellísimo relato. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias Francisco, siempre tan presente.
ResponderEliminarABRAZO!!!