Translate

10 ene 2012

ninfa (narrando la pobreza)

A pesar de la gracilidad a la que alude ese nombre, a mí ninfa siempre me ha sonado a arrugas, a soledad y a dureza.
Había nacido en un caserío perdido en una provincia entre dos ríos y se había casado mayor para su época, a los veinticinco, y aún así tuvo tiempo de parir siete hijos. Como era mi abuela, la he conocido vieja, en esa época los abuelos no se veían jóvenes. Una criolla tan altanera como desvalida, con las manos crispadas, vestida siempre con un batón floreado que se abrochaba por delante con una hilera de botones cuadrados que iba desde el escote al ruedo. Cada vez que me tocaba ir en bus hasta el pueblo vecino, la aventura de hacerlo sola se marchitaba al pasar frente a su casa durante el recorrido y vislumbrar el techo de chapa medio oculto detrás del paraíso, el rancho me producía una mezcla de pavor y tristeza. Mi rechazo a su pobreza me llenaba de prejuicios contra ella. No tenía electricidad y su única diversión eran la radio y el vino. Venía a casa a veces en domingo y se quedaba a dormir porque por la tele daban Titanes en el ring y acababa tarde. Algún sábado cuando mi padre no andaba de humor para aguantarnos, mi madre nos llevaba a verla, íbamos con provisiones y pasábamos el día con ella. A mí no me gustaba ir, era una casa muy lúgubre. Al entrar me penetraba el olor de la miseria, al humo del brasero, la plancha a carbón, la mesa estaba forrada con un tapete de hule lleno de roturas y carpetones de plástico imitando encaje sobre las estanterías. Recuerdo las siestas hundidas en el sopor del verano, y las bolitas de paraíso colándose por la puerta siempre abierta del rancho pasando a formar parte del suelo apisonado. Una sola ventana en la salita que hacía de comedor y cocina y detrás de una cortina de tela, la pieza de la abuela, un cuarto oscuro con una cama de hierro y la foto del abuelo, muerto hacía décadas. Lo único que amenizaba esas visitas era la merienda de pan con miel que nos ofrecía Ninfa, un dulce poderoso que me rascaba la garganta. Cuando por fin nos marchábamos nos decía adiós moviendo la cabeza con la ternura bien disimulada. Yo no me daba la vuelta, caminaba con la vista fija en el suelo intentando sin éxito sacudirme la jornada de Ninfa y miseria. Tengo intacta su figura solemne, recortada al caer la tarde en medio del sendero de tierra, la vista clavada hacia donde nos alejábamos y los pies agarrados al suelo, fundiéndose en el camino bajo el peso de las piernas, la silueta desdibujándose hacia arriba mientras la mente se le escapa hacia otros días y otras horas, más jóvenes. Intacta, como la pena que se me metió en el alma el día en que mis piadosos abuelos paternos me enviaron a hacerle una visita sorpresa. Entonces tendría yo doce años y con mis padres y hermanas nos habíamos mudado a la capital, pero a mí me hacían pasar los veranos en el pueblo con los viejos mientras los demás trabajaban. Al entrar al rancho encontré a la abuela en la sordidez de su intimidad, sentada y dormida, con la cabeza sobre los brazos cruzados apoyados sobre la mesa y dos botellas de vino vacías a su lado. Creí que podía estar muerta, por un momento pensé salir despacio, tal como había entrado y una vez fuera echar a correr, en lugar de eso dije “abuela” y ella levantó con esfuerzo la cabeza y mientras que su memoria emergía de la maraña de sueño y alcohol, me preguntó tú quién eres, “soy Paula, la hija de Blanca”, después de unos segundos de perplejidad en que las dos nos miramos sin reconocernos, estiró los brazos con torpeza, me pegó a su cuerpo que intentaba enderezarse y estalló en un llanto desgarrador. Recuerdo el contacto de su piel húmeda y arrugada sobre mi cara y sus manos incrustándose en mis huesos, me desembaracé con violencia de ese abrazo desesperado y entonces sí eché a correr, corrí por las calles del pueblo hasta que cayó la noche y regresé a la casa de los abuelos con una mentira flaca tragándome la vergüenza y el secreto. Un secreto que tal vez ella nunca creyó que guardara o tal vez ni lo recordaba debido a la amnesia que deja la borrachera. Con la fuerza que otorga la angustia, enterré ese episodio y grabé para siempre en mi memoria a la abuela erguida en medio del sendero. No había pasado mucho tiempo de aquello cuando la sacaron del rancho inconsciente y una ambulancia la llevó al hospital donde pasaría sus últimos días sumida en un entrevero de ensoñaciones, deseos, recuerdos. Cada sábado acompañaba a mi madre y me pasaba largos ratos a su lado intentando adivinar por dónde viajaba su mente mientras el cuerpo se mecía en las olas de la muerte, cómo esa anciana, que alguna vez había sido joven y tal vez guapa, decía adiós a un mundo que le había negado casi todo. En mi hermetismo la compadecía y la admiraba por su entereza, jamás la había escuchado quejarse y salvo ese instante fatal en que nos hermanamos en nuestros miedos, nunca la vi llorar.
No, no me remite a una Dafne aterrada convertida en cerezo, ni a doncellas cantarinas de pieles impolutas, Ninfa simboliza para mí el estoicismo y la garra.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena por el premio. Me ha gustado tu cuento y su nudo central, ese instante de debilidad compartido por la ancian y la niña, me ha conmovido.

    ResponderEliminar

utópica

Sueño con un mundo minúsculo, donde no quepa nada más que la vida cotidiana de unos pocos, compuesto de un solo pueblo, con el parque y la p...